No se necesita ser muy perspicaz ni mucho estudio
para descubrir y constatar que la situación presente, la característica más
evidente del mundo actual es “la existencia de numerosas, profundas y dolorosas
divisiones” (Juan Pablo II).
Divisiones de las que no se libra ni la misma
Iglesia, que paradójicamente tiene que ser signo de unión, de paz, de amor, de
progreso: “Que sean uno para que el mundo crea” (Juan 17, 22).
Algunos equivocadamente creen que “actualizarse”, “aggiornarse”
es identificar a la Iglesia con
el mundo, hacerla al gusto del mundo,
y no como algo distinto que está en el mundo para
transformarlo. Incluso nos tachan de “conservadores” y no sólo de
preconciliares sino hasta de anti-conciliares, porque no nos sumamos al coro de
los que halagan al mundo para que los considere “simpáticos”, de ese mundo que aplaude lo que es suyo y
rechaza todo aquello que le habla en otro lenguaje, le habla de otros
intereses, le habla de otra realidad, incluso hasta por la forma externa de
presentarnos ante el mundo. Ya advertía Pablo VI que el mundo quería borrar
todo signo externo que hable de santidad, de vida eterna.
El Evangelio es “SAL”. Es necesario que la sal del
evangelio queme y produzca quemazón y escozor en la herida que produce el
pecado en la vida del hombre, y no tratar de desvirtuar la sal quitándole la
fuerza para que no moleste en la herida. Esto se llama “conversión” y “creer en
el Evangelio”.
Es lo que predicó Jesús (Evangelio de hoy Mc 1, 14-20), y nos
mandó predicar.
(“¿Curar la herida con sal?”, en: Comunidad, n. 538,
27 de enero 1985)
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