Esto es gravísimo. El que obstinadamente no
cree, carga sobre sí ya mismo la maldición de Dios: está condenado. No creer
"obstinadamente" es no querer
admitir la necesidad de una sincera y rápida conversión, es estar
"especulando" con la ilusoria posibilidad de tener tiempo para
arreglar las cuentas con Dios —y el prójimo —antes de morir. ("Si tienes algo con tu hermano, o él
tiene algo contra ti... vete primero a arreglar ese asunto").
No creer
es abusar de la misericordia de Dios.
Es pensar que Dios no cumplirá su palabra: "Estad
preparados porque no sabéis ni el día ni la hora", ni el lugar ni el
cómo de la muerte. Vendrá de improviso, sin anunciarse, como el ladrón. Pocos
son, comparativamente, los que tienen la inmensa gracia de una enfermedad para
prepararse (y aun así muchos no la aprovechan).
No creer en Jesucristo al mismo
tiempo que no amarlo, es no vivir conforme a las normas y exigencias del Evangelio.
"El que me ama —dice Jesús— ese
observará mi palabra" (Jn. 14,23).
De aquí entonces la importancia de aprovechar
este tiempo de Cuaresma. Hemos de comprender todos que no es tanto una
exigencia que se nos impone, sino una oportunidad que se nos brinda, para
volver a Dios. ¿Será la última vez que Dios nos dice que nos corrijamos, porque
está por pedirnos cuenta mañana, hoy mismo, dentro de unos instantes? ¡Ay!
(En: Mano
a mano con el Obispo de San Rafael, p. 216)
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