Ñandubay es el
nombre de un árbol de madera rojiza, dura y prácticamente incorruptible por su
larga duración. Es propio del norte argentino y países limítrofes. Para señalar
la inalterabilidad de algo, suele decirse que es fuerte como el “ñandubay”.
Al hablar
Cristo, en el Evangelio de hoy, de “vida eterna”, de “no perecer para siempre”
y que “el Padre y Él son uno”, está insistiendo sobre una verdad fundamental:
sobre su divinidad, razón por la que su doctrina es siempre la misma, más inalterable
que el ñandubay. Por encima de cualquier comparación o imagen, Jesús es el Hijo
de Dios. Juan Bautista lo había señalado como el verdadero “Cordero” de Dios,
que no obstante ser inocente, cargó con nuestros pecados. Jesús mismo se compara
con el Buen Pastor que conoce y se desvive por sus ovejas, que somos nosotros.
Pero al decir: “El Padre y yo somos uno”, claramente nos manifiesta que es Hijo
de Dios, y Dios por naturaleza, y no sólo hijo por adopción como nosotros.
Por
consiguiente todas sus enseñanzas, son enseñanzas de Dios, y llevan el sello de
la verdad, que no cambia; todas sus exigencias, son exigencias de Dios, que
superan el tiempo y las circunstancias. Lo que fue dicho para los judíos del
tiempo de Jesús, está dicho para todos nosotros. De ningún modo la verdad puede
estar supeditada a condicionamientos humanos.
Es casi
continua la persistencia de los hombres en un error: en lugar de modificar su
vida para conformarla a la sencillez del Evangelio, complican la interpretación
del mismo para “acomodarlo” a sus caprichos. Se afanan en “modificar” el
Evangelio para no cambiar sus intocables intereses. Es como si señalaran a
Cristo por dónde tiene que ir para decir que lo siguen. Ya no se escucha la voz
de Cristo. Son otras voces las que aturden.
Cuando uno
está habituado a oír una voz, cuando realmente ama, es capaz de distinguir esa
voz entre muchas otras. Si muchos hoy no distinguen la voz de Cristo –la voz de
la verdad en tanta confusión– es porque no aman los Mandamientos, es porque
acallan la voz de su propia conciencia, es porque hace tiempo que dejaron de
amar las exigencias que nos reclama Jesucristo para ser sus discípulos:
renuncia a sí mismo…
A Cristo no se
le puede seguir haciendo “concesiones” y “pactos” con los que no siguen a
Cristo. A Cristo se le sigue con amor, un amor signado por la cruz del
sacrificio, del esfuerzo, de la penitencia, de la renuncia a sí mismo, a su
propia voluntad y a la propia “libertad”, sí, ¡LIBERTAD! La libertad es lo
mejor que tenemos. Y dar lo mejor, eso es amor. “Dar la VIDA por el amigo”,
dice Jesús. Eso es amor. El que no sabe renunciar a su libertad –miserablemente
confundida con “caprichos” – para ser libre en Cristo, difícilmente le seguirá.
No siguen a
Cristo los que quieren enmendarle la plana. Los que anteponen “intereses
personales”, discutibles “necesidades” a los Mandamientos de Dios ¡que por
favor se quiten la careta de cristianos! Seguir a Cristo no es lo mismo que
danzar al compás de la murga de un carnaval, de contramano encima, que para
conservar la poca dignidad que tienen, o que para disimular que le han perdido
del todo, necesitan disfrazarse. ¡Caretas de cristianos, no, por favor!
Ciertamente
que los que no escuchan la voz de Cristo no pueden comprender su llamado, ni
están capacitados para entender a otros que se deciden seguir a Cristo en
serio. Sé que a algunos la presencia de los seminaristas en nuestra ciudad les
molesta, porque les molestan las exigencias de Cristo.
Hoy se celebra
la XXIII JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES. En el mensaje para este
día, el Papa Juan Pablo II dice: “No me cansaré de repetir, como lo he hecho en
varias ocasiones, que las vocaciones son signo evidente de la vitalidad de una
comunidad eclesial. En efecto, ¿quién puede negar que la fecundidad es una de
las características más claras del ser vivo? Una comunidad sin vocaciones es
una familia sin hijos. En tal caso, ¿no es de temer que nuestra comunidad tenga
poco amor hacia el Señor y hacia su Iglesia?”.
¿NOS
INTERESAMOS POR NUESTRO SEMINARIO, AL MENOS? (Comunidad, año 1987, n. 206)
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