"Quien
se preocupe en serio por su eterno salvación, necesariamente obrará con
rectitud, con honestidad, con justicia, con amor, con caridad. Evitará
las injusticias, que son tantas como los egoísmos de los hombres, tantas
como sus ambiciones desmedidas; se evitarán mentiras de todo orden y
calibre; (...) Quien se preocupe en serio por su alma, evitará los
perniciosos odios, las pestilenten
envidias, las repugnantes 'prepotencias', las nauseabundas lujurias, los
imbéciles egoísmos que asquean y dividen... En definitiva: quien
sensatamente mira su último fin, evitará estas y muchísimas otras cosas
por el estilo, que son causas de los males y miserias del mundo.
Los que no quieren pensar en la muerte, son los que tampoco aprecian la
vida. Porque vivir "cuidándose" de que no le descubran a uno sus
trampas, sus engaños, sus trapisondas, sus negociados, sus
'infidelidades conyugales', sus enjuagues, sus embustes... no es
disfrutar de la vida, no es saber vivirla en plenitud. (...)
El
mundo no conoce a Dios. Ni puede conocerlo, porque no le interesa.
Hablamos de ese mundo cuyos criterios, no sólo opuestos al pensamiento
de Dios, sino además excluyentes y combativos a todo lo que de una
manera directa o indirecta, hable de la trascendencia del hombre, de la
necesidad de una vida superior o tenga referencia a lo sobrenatural. ES
TRISTÍSIMO, PERO EL CASO ES REAL Y DE NUESTROS DÍAS, EN QUE MÁS DE UNO
SE PROFESA CRISTIANO, Y HASTA CATÓLICO, PERO HACE TRIZAS DEL EVANGELIO,
DE LOS MANDAMIENTOS DE DIOS. Son los que cuanto más identificados con
los criterios del mundo más lejos están de Dios.
Si durante
toda su vida uno se va alejando de Dios, sería pretender un milagro que
en el día de la muerte se encontrara con Dios. O mejor dicho, sí se va a
encontrar, pero como decía San Agustín: "El que huye de un Dios manso,
al final se va a encontrar con un Dios enojado terrible" ("Cristianos de
espejitos y vidrios coloreados", en: COMUNIDAD, 2 de noviembre 1986, n°
630)
LA PURIFICACIÓN FINAL O PURGATORIO
LO QUE DICE EL CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA:
1030 Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero
imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna
salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de
obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo.
1031 La Iglesia llama purgatorio a esta purificación final de los
elegidos que es completamente distinta del castigo de los condenados. La
Iglesia ha formulado la doctrina de la fe relativa al purgatorio sobre
todo en los Concilios de Florencia (cf. DS 1304) y de Trento (cf. DS
1820; 1580). La tradición de la Iglesia, haciendo referencia a ciertos
textos de la Escritura (por ejemplo 1 Co 3, 15; 1 P 1, 7) habla de un
fuego purificador:
«Respecto a ciertas faltas ligeras, es
necesario creer que, antes del juicio, existe un fuego purificador,
según lo que afirma Aquel que es la Verdad, al decir que si alguno ha
pronunciado una blasfemia contra el Espíritu Santo, esto no le será
perdonado ni en este siglo, ni en el futuro (Mt 12, 31). En esta frase
podemos entender que algunas faltas pueden ser perdonadas en este siglo,
pero otras en el siglo futuro (San Gregorio Magno, Dialogi 4, 41, 3).
1032 Esta enseñanza se apoya también en la práctica de la oración por
los difuntos, de la que ya habla la Escritura: "Por eso mandó [Judas
Macabeo] hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para
que quedaran liberados del pecado" (2 M 12, 46). Desde los primeros
tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido
sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico (cf. DS
856), para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica
de Dios. La Iglesia también recomienda las limosnas, las indulgencias y
las obras de penitencia en favor de los difuntos:
«Llevémosles socorros y hagamos su conmemoración. Si los hijos de Job
fueron purificados por el sacrificio de su padre (cf. Jb 1, 5), ¿por qué
habríamos de dudar de que nuestras ofrendas por los muertos les lleven
un cierto consuelo? [...] No dudemos, pues, en socorrer a los que han
partido y en ofrecer nuestras plegarias por ellos» (San Juan Crisóstomo,
In epistulam I ad Corinthios homilia 41, 5).
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