domingo, 2 de noviembre de 2014

NO SABEIS NI EL DÍA, NI LA HORA


"Quien se preocupe en serio por su eterno salvación, necesariamente obrará con rectitud, con honestidad, con justicia, con amor, con caridad. Evitará las injusticias, que son tantas como los egoísmos de los hombres, tantas como sus ambiciones desmedidas; se evitarán mentiras de todo orden y calibre; (...) Quien se preocupe en serio por su alma, evitará los perniciosos odios, las pestilenten envidias, las repugnantes 'prepotencias', las nauseabundas lujurias, los imbéciles egoísmos que asquean y dividen... En definitiva: quien sensatamente mira su último fin, evitará estas y muchísimas otras cosas por el estilo, que son causas de los males y miserias del mundo.


Los que no quieren pensar en la muerte, son los que tampoco aprecian la vida. Porque vivir "cuidándose" de que no le descubran a uno sus trampas, sus engaños, sus trapisondas, sus negociados, sus 'infidelidades conyugales', sus enjuagues, sus embustes... no es disfrutar de la vida, no es saber vivirla en plenitud. (...)


El mundo no conoce a Dios. Ni puede conocerlo, porque no le interesa. Hablamos de ese mundo cuyos criterios, no sólo opuestos al pensamiento de Dios, sino además excluyentes y combativos a todo lo que de una manera directa o indirecta, hable de la trascendencia del hombre, de la necesidad de una vida superior o tenga referencia a lo sobrenatural. ES TRISTÍSIMO, PERO EL CASO ES REAL Y DE NUESTROS DÍAS, EN QUE MÁS DE UNO SE PROFESA CRISTIANO, Y HASTA CATÓLICO, PERO HACE TRIZAS DEL EVANGELIO, DE LOS MANDAMIENTOS DE DIOS. Son los que cuanto más identificados con los criterios del mundo más lejos están de Dios.


Si durante toda su vida uno se va alejando de Dios, sería pretender un milagro que en el día de la muerte se encontrara con Dios. O mejor dicho, sí se va a encontrar, pero como decía San Agustín: "El que huye de un Dios manso, al final se va a encontrar con un Dios enojado terrible" ("Cristianos de espejitos y vidrios coloreados", en: COMUNIDAD, 2 de noviembre 1986, n° 630)


 
 
LA PURIFICACIÓN FINAL O PURGATORIO

LO QUE DICE EL CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA:


1030 Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo.


1031 La Iglesia llama purgatorio a esta purificación final de los elegidos que es completamente distinta del castigo de los condenados. La Iglesia ha formulado la doctrina de la fe relativa al purgatorio sobre todo en los Concilios de Florencia (cf. DS 1304) y de Trento (cf. DS 1820; 1580). La tradición de la Iglesia, haciendo referencia a ciertos textos de la Escritura (por ejemplo 1 Co 3, 15; 1 P 1, 7) habla de un fuego purificador:


«Respecto a ciertas faltas ligeras, es necesario creer que, antes del juicio, existe un fuego purificador, según lo que afirma Aquel que es la Verdad, al decir que si alguno ha pronunciado una blasfemia contra el Espíritu Santo, esto no le será perdonado ni en este siglo, ni en el futuro (Mt 12, 31). En esta frase podemos entender que algunas faltas pueden ser perdonadas en este siglo, pero otras en el siglo futuro (San Gregorio Magno, Dialogi 4, 41, 3).


1032 Esta enseñanza se apoya también en la práctica de la oración por los difuntos, de la que ya habla la Escritura: "Por eso mandó [Judas Macabeo] hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado" (2 M 12, 46). Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico (cf. DS 856), para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia también recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos:


«Llevémosles socorros y hagamos su conmemoración. Si los hijos de Job fueron purificados por el sacrificio de su padre (cf. Jb 1, 5), ¿por qué habríamos de dudar de que nuestras ofrendas por los muertos les lleven un cierto consuelo? [...] No dudemos, pues, en socorrer a los que han partido y en ofrecer nuestras plegarias por ellos» (San Juan Crisóstomo, In epistulam I ad Corinthios homilia 41, 5).

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