En esta época, en que vientos
"democráticos" lo invaden todo y arremeten hasta contra aquellas
puertas que no van a ceder jamás (Mat. 16,18), la Iglesia se empeña en mantener
una Fiesta "imposible", o por lo menos incomprensible para muchas
mentalidades modernas: la Fiesta de Cristo Rey. Justamente ahora, en que
pareciera que por fin se ha logrado acortar distancia entre Cristo y la humanidad,
en que Cristo es más bien un amigo "macanudo", y solamente o
fundamentalmente Amigo (aunque lo escribamos con mayúscula), justamente en
nuestra época, la Jerarquía de la Iglesia insiste en una Fiesta al parecer anacrónica,
carente de actualidad, incapaz de "motivar" o de
"emocionar".
Sin
embargo, hoy más que en otros tiempos la
proclamación de reinado de Cristo se torna una necesidad urgente. Con la
ley del péndulo, en ese continuo vaivén de los acontecimientos, también en el
orden religioso se pasa de un extremo a otro. Y en ese trayecto se debilitan
muchas cosas, y se diluyen o se pierden a veces valores fundamentales. ¡Qué
difícil es el equilibrio! ¡Si hasta el mismo "equilibrio" es, no pocas
veces, erróneamente entendido!
He
dicho que se ha acortado la distancia, en nuestros días, entre Dios y los
hombres, entre Cristo y nosotros. Pero cabe preguntar: ¿a qué precio, a costa
de qué valores se acortó esa distancia? ¿Dios se nos ha hecho más familiar
porque nosotros nos hemos familiarizado con su vida, con la vida de la gracia,
o más bien porque se le ha quitado fuerza e importancia al pecado? ¿Se acortó
la distancia porque nos hemos acercado más a Dios, o más bien porque lo hemos rebajado a Él? En definitiva:
¿realmente se acortó la distancia? ¿Estamos seguros de ello? Decía un poeta
latino que cuando no imitamos las virtudes de los dioses les traspasamos a
ellos nuestros vicios y defectos humanos. Expresado en otra forma, le pagamos a
Dios con la misma moneda: Él nos hizo a su imagen y semejanza, y nosotros lo
hacemos a Él a nuestra imagen y semejanza.
La
Fiesta de Cristo Rey es una magnífica ocasión para hacer un alto, detenernos un
poco y examinarnos con seriedad. Cristo
es Rey y predicó un Reino. Nos describió las características de ese Reino,
que "no es de este mundo", pero está inserto en él (Juan 15); un
Reino de justicia, de respeto a los sagrados derechos de Dios y a la equidad entre
los hombres; un Reino de santidad y por eso tan combatido, porque la sola
presencia de un santo se impone y es un formidable desafío al "reino del
pecado, del vicio, de la abyección"; un Reino de vida, de amor, de paz...
que es precisamente lo que nos está faltando en estos momentos. Entonces,
¿tiene actualidad la Fiesta de Cristo Rey, o no?
Además,
recientemente, en la Festividad de Todos los Santos, recordábamos las
condiciones para ser súbditos de Cristo Rey, para formar parte de su Reino e
integrarnos en él: las Bienaventuranzas. Por más que nos actualicemos y
modernicemos, nunca, jamás, ningún otro que no sea Cristo nos podrá decir que
seremos felices si lloramos, si sufrimos, si somos perseguidos, incomprendidos,
víctimas de las injusticias, si somos honrados y honestos, si no medramos con
el puesto o con el cargo y solamente trabajamos por la paz, por la felicidad de
los otros, aun a costa de muchos sacrificios personales, si somos capaces de
dar la vida por los amigos y no adueñarnos de la vida de nadie, si somos
limpios y transparentes en nuestra conducta, si somos capaces, a ejemplo de
Cristo Rey, de lanzar a nuestros enemigos este reto: "¿Quién de vosotros
me puede comprobar un solo pecado?" (Juan 8,46).
Para concluir,
releamos con atención el Evangelio de esta Festividad. Seremos juzgados según
nuestras obras. En el Reino de Cristo no
hay cabida para los "cómodos", los "zánganos", los
"parásitos". Cristo es exigente hasta el final: tampoco hay
jubilados en el sentido de que podamos descansar, porque el diablo no descansa.
Nuestro carnet de identificación para entrar en el Reino definitivo será el
amor concreto vivido aquí. (Mano a mano con el Obispo de San Rafael, p. 38-40)
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