Iniciamos un nuevo
año litúrgico. Es el primer domingo de Adviento o Advenimiento. Resumimos en
estos cuatro domingos previos a la Navidad la historia de la esperanza del
pueblo de Israel por la venida del Mesías, y renovamos nuestra esperanza por el
retorno del mismo Mesías al fin de los tiempos. San Lucas en el Evangelio de
hoy, nos trae las palabras de Jesús a sus discípulos: "Los hombres
desfallecerán de miedo por lo que sobrevendrá al mundo... Estad prevenidos y
orad incesantemente, para quedar a salvo".
Sabiendo de
antemano lo que habrá de sobrevenirnos, hemos de tomar nuestras precauciones,
para estar seguros, sin miedo, porque evidentemente los "signos" que
precederán al fin del mundo serán terribles. Como cristianos, como hijos de
Dios, hemos de esperar el momento final, y no temer. Espera el que tiene la
conciencia limpia porque se esfuerza por tener toda su vida en orden. En
cambio, teme el que pretende "trampear" a Dios y a los hombres; teme
el hipócrita que aparenta lo que no es, porque no puede acallar la voz de su
propia conciencia que le está gritando la falsedad de su vida.
Si para todo
necesitamos la ayuda de Dios —"Sin Mí nada podéis hacer" (Jn. 15,5) —
, ¡cuánto más la necesitamos para realizar las obras meritorias, las que nos
sirven y son necesarias para nuestra salvación! Lo que no podemos con nuestros
medios, evidentemente debemos lograr con la oración. Por este motivo, ya en el
comienzo del año litúrgico, la Iglesia nos hace pedir a Dios que "nos
enseñe sus caminos, nos instruya en sus sendas, que son misericordia y lealtad,
a fin de que caminemos con lealtad, rectitud y humildad..." (Salmo responsorial).
Además, debemos tener clara conciencia de que la espera por el retorno del
Señor no entraña una actitud pasiva, sino, al contrario, muy activa:
"¿Dónde está el empleado fiel y prudente...? Dichoso tal empleado si el
patrón, al llegar, lo encuentra cumpliendo con su trabajo" (Mat. 24,45).
En la oración de la Misa de hoy pedimos a Dios "nos conceda el deseo de
acudir al encuentro de Cristo que viene a nosotros", acudir a El "con
nuestras buenas obras". Creo que esto puede constituir un hermoso
propósito para todo el año, para toda la vida: ir al encuentro de Cristo cada
vez más aprisa con nuestras buenas obras. Una constante revisión personal: si
con nuestras buenas obras nos acercamos más al Señor, o no; si cada día somos
más perfectos, más santos o no, si todo lo que pensamos, decimos, hacemos es
conforme a la ley del Señor.
Es tiempo que
comprendamos de una buena vez que en este mundo no estamos para hacer
"cosas", ni para recibir reconocimientos ni aplausos de los hombres,
sino que estamos aquí fundamentalmente para salvarnos, haciendo aquellas cosas
que nos santifican, cuidando también el modo cómo las hacemos. No inventemos
nada. El Evangelio es claro: amor a Dios y al prójimo, la ley suprema en todo;
lealtad al Señor y al hermano; fidelidad a todo el Evangelio y no sólo a la
parte o aspecto que nos guste, "parcializando",
"excluyendo" y "optando". Nuestra "opción" es por
todo el Evangelio, por Cristo entero: opción por el justo y por el
pecador, por el rico y por el pobre, por el sabio y por el ignorante..., porque
la ley evangélica nos obliga incluso a amar y a hacer el bien a nuestros
enemigos, a los que nos persiguen, a los que no piensan igual que nosotros, a
los que en el Reino trabajan distinto que nosotros, pero que trabajan por el
Reino de Dios. No pocas veces proclamamos "mucha apertura" (¿para
nosotros?), pero estrechamos y restringimos a los demás, cuando no piensan
igual que nosotros.
Ir al encuentro del
Señor con nuestras buenas obras, viviendo la difícil, pero ciertamente posible,
realidad de la gracia de Dios. A quien le falte esta preocupación
fundamentalísima, que ¡por favor! cambie. Que se detenga y piense hacia dónde
va: si va al encuentro de Cristo o hacia el abismo del infierno. Ubicarnos en
la realidad que por voluntad de Dios nos toca vivir, y asumirla plenamente, es
caminar al encuentro de Cristo, sin evadirnos, imaginando condiciones
"ideales" que jamás se darán en ninguna parte. La santificación no
depende de mi mal vecino, ni del lugar donde estoy: Depende de cómo en cada
circunstancia permita que crezca el "Reino de Dios dentro de mí"
(Luc. 17,21).
En síntesis:
mirando el final de todo, caminemos, con la ayuda del Señor, por el camino que
El nos indicó. Empecemos a caminar hacia Dios, sigamos caminando y acabemos el
camino en lealtad y fidelidad. Encaminados hacia la muerte, lleguemos a la
vida.
(Mano a mano conel
Obispo de San Rafael, p. 143-145)
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