miércoles, 3 de diciembre de 2014

Empezar por el fin o nacer muriendo



Iniciamos un nuevo año litúrgico. Es el primer domingo de Adviento o Advenimiento. Resumimos en estos cuatro domingos previos a la Navidad la historia de la esperanza del pueblo de Israel por la venida del Mesías, y renovamos nuestra esperanza por el retorno del mismo Mesías al fin de los tiempos. San Lucas en el Evangelio de hoy, nos trae las palabras de Jesús a sus discípulos: "Los hombres desfallecerán de miedo por lo que sobrevendrá al mundo... Estad prevenidos y orad in­cesantemente, para quedar a salvo".

Sabiendo de antemano lo que habrá de sobrevenirnos, hemos de tomar nuestras precauciones, para estar seguros, sin miedo, porque evi­dentemente los "signos" que precederán al fin del mundo serán terri­bles. Como cristianos, como hijos de Dios, hemos de esperar el mo­mento final, y no temer. Espera el que tiene la conciencia limpia porque se esfuerza por tener toda su vida en orden. En cambio, teme el que pretende "trampear" a Dios y a los hombres; teme el hipócrita que aparenta lo que no es, porque no puede acallar la voz de su pro­pia conciencia que le está gritando la falsedad de su vida.

Si para todo necesitamos la ayuda de Dios —"Sin Mí nada podéis hacer" (Jn. 15,5) — , ¡cuánto más la necesitamos para realizar las obras meritorias, las que nos sirven y son necesarias para nuestra salvación! Lo que no podemos con nuestros medios, evidentemente debemos lo­grar con la oración. Por este motivo, ya en el comienzo del año litúrgi­co, la Iglesia nos hace pedir a Dios que "nos enseñe sus caminos, nos instruya en sus sendas, que son misericordia y lealtad, a fin de que caminemos con lealtad, rectitud y humildad..." (Salmo responsorial). Además, debemos tener clara conciencia de que la espera por el re­torno del Señor no entraña una actitud pasiva, sino, al contrario, muy activa: "¿Dónde está el empleado fiel y prudente...? Dichoso tal em­pleado si el patrón, al llegar, lo encuentra cumpliendo con su trabajo" (Mat. 24,45). En la oración de la Misa de hoy pedimos a Dios "nos con­ceda el deseo de acudir al encuentro de Cristo que viene a nosotros", acudir a El "con nuestras buenas obras". Creo que esto puede consti­tuir un hermoso propósito para todo el año, para toda la vida: ir al en­cuentro de Cristo cada vez más aprisa con nuestras buenas obras. Una constante revisión personal: si con nuestras buenas obras nos acerca­mos más al Señor, o no; si cada día somos más perfectos, más santos o no, si todo lo que pensamos, decimos, hacemos es conforme a la ley del Señor.

Es tiempo que comprendamos de una buena vez que en este mundo no estamos para hacer "cosas", ni para recibir reconocimientos ni aplau­sos de los hombres, sino que estamos aquí fundamentalmente para sal­varnos, haciendo aquellas cosas que nos santifican, cuidando también el modo cómo las hacemos. No inventemos nada. El Evangelio es cla­ro: amor a Dios y al prójimo, la ley suprema en todo; lealtad al Señor y al hermano; fidelidad a todo el Evangelio y no sólo a la parte o aspecto que nos guste, "parcializando", "excluyendo" y "optando". Nuestra "opción" es por todo el Evangelio, por Cristo entero: opción por el justo y por el pecador, por el rico y por el pobre, por el sabio y por el ignorante..., porque la ley evangélica nos obliga incluso a amar y a hacer el bien a nuestros enemigos, a los que nos persiguen, a los que no piensan igual que nosotros, a los que en el Reino trabajan distinto que nosotros, pero que trabajan por el Reino de Dios. No pocas veces pro­clamamos "mucha apertura" (¿para nosotros?), pero estrechamos y res­tringimos a los demás, cuando no piensan igual que nosotros.

Ir al encuentro del Señor con nuestras buenas obras, viviendo la difícil, pero ciertamente posible, realidad de la gracia de Dios. A quien le falte esta preocupación fundamentalísima, que ¡por favor! cambie. Que se detenga y piense hacia dónde va: si va al encuentro de Cristo o hacia el abismo del infierno. Ubicarnos en la realidad que por voluntad de Dios nos toca vivir, y asumirla plenamente, es caminar al encuentro de Cristo, sin evadirnos, imaginando condiciones "ideales" que jamás se darán en ninguna parte. La santificación no depende de mi mal ve­cino, ni del lugar donde estoy: Depende de cómo en cada circunstan­cia permita que crezca el "Reino de Dios dentro de mí" (Luc. 17,21).

En síntesis: mirando el final de todo, caminemos, con la ayuda del Señor, por el camino que El nos indicó. Empecemos a caminar hacia Dios, sigamos caminando y acabemos el camino en lealtad y fidelidad. Encaminados hacia la muerte, lleguemos a la vida.

(Mano a mano conel Obispo de San Rafael, p. 143-145)

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